La segunda andanada reactiva de los queridos compañeros de partido de Rosa, coincidentes -¡horror!- con algunas provenientes de la derecha más castiza, tiene mucho de manual de autoayuda de a dos euros la docena. Una muestra, por lo demás, de los estragos intelectuales provocados por la propagación de algunas bobadas características de las llamadas, con más facundia que enjundia, ciencias sociales. Así, mr. Jáuregui, Ramón, ha explicado amablemente que lo de Rosa es una consecuencia del trauma subsecuente de no haberle ganado las primarias a Zapatero. Y lo suyo el resultado de la caída de una maceta, porque él apoyaba entonces a Rosa. ¡Ay, la memoria, tan creativa y recreativa! (hasta quieren legislarla para hacer veraces sus amnesias estratégicas y sus atribuciones discrecionales de abuelos fusilados). Pero lo interesante es que Ramón Jáuregui haga suya la imbecilidad de que la actividad política de Rosa sólo tenga explicación como secuela de un trauma provocado por la derrota en unas primarias que, por cierto, su ganador se apresuró a liquidar en cuanto ganó las primeras – ¡ay la memoria, tan creativa y recreativa!- sin que ello haya molestado ni a Jáuregui, que sepamos, ni a nadie de ese cotarro. Quizás porque la supresión de la tentación -la derrota- les protege del trauma. ¡Vade retro, ambición!
Confieso que no acierto a comprender qué otra respuesta esperaban Jáuregui, y tantos como él, de alguien que consideran traumatizado por un revés como el de Rosa en aquéllas no ya remotas, sino completamente olvidadas y abolidas primarias del año 2000. No sé: ¿qué debía haber hecho para no parecer una penosa criatura traumatizada? ¿Renunciar a toda ambición política? ¿Perderse en un euro de bosque? ¿Soñar con jubilarse sesteando en el Europarlamento, a la sombra insustancial de Barón y la Valenciano? ¿Qué?
Curiosa la manera de entender la ambición –y el trauma- usual en nuestra clase política. A la bobada gomosa de Jáuregui pueden unírsele, con justicia, las de los peperos que reprochaban a Ruiz Gallardón la osadía de postularse para un puesto más elevado, impertinencia que achacaban a “la ambición”, como si hubiera políticos aceptables que carecieran de esta motivación ética: tener la oportunidad de llevar a cabo lo que consideran necesario hacer. Ellos y ellas, en cambio, estaban donde están por la necesidad histórica, por espíritu de sacrificio, porque nos aman y están dispuestos a sufrir por nosotros como madres biafreñas cuyos pechos secos de amor penden sobre nuestras bocas ávidas y ambiciosas –es que, insisto, ya que ETA marra los bombazos quieren matarnos de risa. Si se piensa en ello, para este conjunto de momias de variada edad –Tutankamón es una momia muy joven- ambición y trauma son intercambiables, como el forro y la cara de una prenda reversible… ¿Qué diferencia a un traumatizad@ de un ambicios@? (con perdón por la arroba, Kepa Sada). Simple: el éxito. El ganador nunca tiene ambición ni arrastra traumas, pues la victoria le depura de tales vicios inconfesables como el jabón arrastra la mugre, le convierte en un altruista arrancado de su juiciosa y desinteresada beatitud –lo mismo le da ser futbolista que perrero- por la aclamación pública; pero el perdedor es, por definición, un ambicioso traumatizado: con su pan se lo coma. En español goyesco: trágala, perro.
A esta cota de hipocresía hemos descendido en este país: llegan a decirnos que la ambición es sospechosa en un político, cuando todo el mundo sabe que lo increíble es un político sin ambición. Colgaduras clericales, emanaciones perniciosas del botafumeiro de la adulación, plagios desvergonzados del mito genesiaco de Moisés dirigiendo al Pueblo Elegido a la Tierra Prometida contrariando su modestia (con lo bien que estaba el profeta y tan ricamente sesteando junto al Nilo entre cebollas y ajos divinos, faraónicos, que no repetían): el político exitoso como alguien forzado, obligado, llamado por el deber, arrastrado contra su voluntad, sometido por el peso de la historia y subyugado bajo el peso de la púrpura no querida: como todos los dictadores y demagogos que en el mundo han sido. Y es la especie más dominante a día de hoy en los partidos políticamente correctos, sancionados positivamente por su corte de aduladores y peticionarios. Anda ya: en esto no hay izquierdas ni derechas -reunión de Pastor, matanza de ovejas muertas-, de modo que debe ser uno de los pocos ámbitos de consenso sobrevivientes al sectarismo. En eso están de acuerdo: ¿otro partido? ¡pero cómo!, ¿es que no el mío no satisface todas sus necesidades decentes?: ambiciosa y traumatizada.
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Por lo demás, la rueda de prensa de ayer, multitudinaria, tenía el aura de las raras ocasiones irrepetibles en que un acto trivial –un político da la chapa– se convierte en insólito acontecimiento: que un político (una) entrega la chapa sin pedir nada a cambio. Sólo que se le escuche un ratito.
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Y somos más (y mejores): con ustedes, Fernando Maura.